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La noche sobre Europa

La libertad

Capítulo XV

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

Debimos despedimos de ellas, pues Petar y yo íbamos a visitar a nuestros padres, en Alemania, y George viajaba a París.

Pensé que las tres hermanas habían intuido que ésa sería la última vez que nos veríamos: si bien se comportaron sobriamente, sus miradas pecaban de sinceridad; y no sólo el desencanto, sino también una cortés tristeza se mezcló en los largos saludos. Tal vez no merecieron cierto engaño que propiciamos con nuestra presencia, aceptando todas sus gentilezas. Esperaban algo que no podíamos dar, porque ni siquiera éramos dueños de nosotros mismos.

Al día siguiente compramos abrigos y comida para nuestros padres.

Por la noche abordamos un tren militar con destino a Alemania. En nuestro compartimento encontramos a dos muchachos serbios. A poco de charlar sobre nuestras historias, dormitamos un poco entre los zarandeos del vagón.

Pero alguien nos sacudió en plena noche.

—¿Qué...? ¡Qué pasa! —pregunté, aún dormido.

—Los papeles —dijeron, y Petar hizo de intérprete: una patrulla inglesa.

—Aquí están.

El oficial inglés los miró, revisó, consultó con otro oficial que lo acompañaba.

—Ustedes —nos dijo— no pueden seguir viajando.

—¿Por qué? —pregunté azorado.

—Ya lo sabrán. ¡Abajo!

Tomamos los bultos, nos hicieron bajar del tren sin escucharnos.

—¡Qué odio! —le dije a Petar—. ¡Estoy tan dormido y rabioso, que me encantaría patearlos!

Pero Petar me palmeó el hombro para calmarme.

Mi insulto en lengua bárbara irritó al inglés: una vez en la estación, nos llevó ante otro oficial británico que controlaba la frontera con Francia.

—¿De dónde son? ¿Por qué viajan? ¿Quién les dio los papeles? —Miró con atención los documentos, que estaban en orden, y prosiguió—: ¿Así que eran miembros de la Royal Yugoslav Army? ¿Y? ¿Contra quiénes lucharon? ¿Contra nosotros o contra Tito? No confío en ustedes: no son leales a su patria, la abandonan en vez de quedarse a reformarla.

No hacía falta mucha inteligencia para comprender que el oficial simpatizaba con Tito, dado que Gran Bretaña era aliada de la Unión Soviética. En la misma estación nos encerró en un calabozo de escasos dos metros por uno. ¡Qué pronto cambiaban nuestros planes! En horas apenas vivíamos situaciones opuestas.

Así pasamos la noche rumiando rabia y frustración. Sentía un desgarro que me enfurecía. Tenía que encarar lo que venía y hacerle frente. A cada hora, un desafío, ver cómo se salía adelante. ¿Qué era salir adelante? Postergar la muerte. Podíamos haberlo evitado si nos hubiésemos convertido en consortes de Josephine, Carolle y Brigitte; pero ellas no estaban en nuestros planes. Cuánto costaba la libertad. Ése era nuestro único plan: ser libres.

Al amanecer nos obligaron a subir a un camión militar que, bajo la custodia de dos soldados británicos, se dirigió a Achen.

Pensamos que nos dejarían en el camino, al azar. Pero aún no sabíamos lo peor.

El camión se detuvo frente a un edificio cuyo cartel decía: Policía Federal Alemana.

—Abajo, llegamos —dijo uno de los oficiales, y nos obligaron a bajar y a entrar. Sin remordimientos, como un trámite bien cumplido, nos entregaron al jefe del destacamento y se fueron.

No podíamos desentrañar qué sucedía. Los alemanes, sorprendidos e indecisos, intentaron un interrogatorio que rechazamos indignados: ellos habían perdido la guerra, y ahora, en su rol de policías, colaboraban con las fuerzas de ocupación; ¡y nosotros, los últimos en la escala, teníamos que rendirles cuentas! Más absurdo no lo podíamos imaginar, cuando ellos no tenían poder de decidir nada. Los cuatro vociferamos en alemán en contra de los británicos, que así trataban a quienes no lo eran.

Con un poco de calma pregunté qué fuerza aliada ocupaba esa zona. Era la belga. El destino nos daba una mano otra vez. Pedí comunicarme con alguien de ese destacamento, y logré el envío de una camioneta que nos rescató de las fauces alemanas. Los minutos que pasaron en esa espera me hicieron sentir al borde del abismo, haciendo equilibrio sobre un canto filoso que en cualquier momento me cortaba los pies. Era muy probable que los ingleses nos enviasen de regreso a nuestro país. Podían meternos en un tren rumbo a Yugoslavia, como hicieron con tantos otros, y entregaron a Tito para ser fusilados debidamente: los ingleses devolvieron a millares de refugiados que huyeron del comunismo, sólo por congraciarse con Stalin, para hacerle un favor. Todavía eran aliados.

El comandante belga, general Dufeau —alto, corpulento, pero de movimientos suaves, tal vez para contrarrestar su figura—, nos recibió y, luego de verificar nuestras identidades y conocer el motivo del viaje a Alemania, solucionó nuestros problemas del modo más generoso para un militar de su rango. La rigidez de su profesión no había opacado la suavidad de su mirada clara; sin embargo, su voz tenía la fuerza de quien sabe dar órdenes:

—Pronto, sargento, quiero un auto ya.

Así se fueron nuestros compañeros de viaje al campo donde se dirigían. Y el mismo coche traería de regreso a mi padre y al de Petar desde Onsnabrück.

Por la tarde, después de comer en la cantina del destacamento, ya estábamos más distendidos. Mis músculos tensos se ablandaron como si hubieran recibido un masaje. De haber podido, me habría emborrachado. Pero me aparté y salí a la noche. Y lloré pensando que, en cada momento, yo me exponía al capricho de cualquiera.

La diana. A dormir.

Saludé a las autoridades del grupo, y fui con Petar al lugar que nos indicaron. Nos desvestimos, no sin cansancio, y pronto caí como en un pozo. Oía mi propia voz: gemidos de pánico salían de mi garganta. Me sujetaban, metían mi cabeza en un estanque. A punto de ahogarme me senté gritando, y alguien me sacudió en la pesadilla.

—Cállate, cállate, que vendrá la guardia —era Petar—. ¿Qué tienes? Amigo, no pasa nada. Estamos en el cuartel. Toma un poco de agua, aquí te doy el vaso —y me lo acercó a la boca seca.

Me costó volver a la realidad de estar en una cama, lejos de amenazas, esperando la mañana siguiente. No recordaba una pesadilla semejante; pero esa noche había colmado mi pánico, tantas veces escondido. Después de revolcarme un poco para encontrar la posición más cómoda, me dormí.

Amanecimos con la diana y nos arrimamos a la cantina. Después del desayuno nos sentamos al sol, a esperar. Empezaba el otoño en Europa, y una alegre brisa la acariciaba. El paisaje fue cambiando a un tono dorado fulgurante en las copas de los árboles.

Cerca del mediodía llegó el coche con nuestros padres.

Esos encuentros eran cada vez más emotivos, cargados de soledad, de distancia. Los viejos lloraban como chicos. El comandante nos invitó a todos a la cantina a compartir el almuerzo y el espectáculo musical que prepararon en nuestro homenaje. Al final dirigió unas palabras destacando «la amistad que une a serbios y belgas», y a su turno habló el emocionado padre de Petar. Todo en la forma cortés y medida del lugar. Pero a nosotros se nos caían las lágrimas. Petar, como si fuese una criatura, tomaba la mano de su padre. Yo me descubrí haciendo lo mismo con Tata.

Pasamos el día juntos hasta que, al atardecer, Tata y el mariscal partieron de regreso con nuestros regalos. Por etapas íbamos organizando la emigración final. Dejar atrás la guerra, la prisión, adaptarse a respirar en libertad, llevaba tiempo. Para insertarnos en la vida civil debíamos encontrar nuestro sustento, mover nuestras alas sin miedo. Pero sólo empezamos a darnos cuenta cada vez que tomábamos una decisión.

El comandante seguía ayudándonos —a nosotros, seres perfectamente desconocidos para él—: nos facilitó un auto y su chofer para que regresáramos a Bruselas.

Petar y yo salimos con el sol de la mañana. Cruzamos bosques y llanuras. Y, en esa vastedad en que me fundía, sentí como una vibración de la tierra, como si un gran lamento patrullara el campo sin consuelo. Y los trigales beberán de los muertos, de su pánico se nutrirán inocentes tréboles, los campos sobre cenizas de una generación germinarán, otra vez, sin memoria. Y el abono de la muerte será olvido, como tantos, en la tierra europea. Será como una niebla.

Petar cabeceó sobre mi hombro. Despejándose, me señaló los molinos y las campesinas que anunciaban la cercanía de Bruselas. Algunos graneros destruidos decían que por ahí también había pasado la guerra.

Bajo el sol del mediodía, el paisaje parecía inocente. Pero ya nada lo era. Todo había sido testigo. Todo había quedado marcado. Sin embargo, esos indicios que prefiguraban la ciudad nos alegraron la vida y el corazón. Llegar a Bruselas, nuestra segunda patria, nos ilusionaba: era casi como volver a casa.

Si hubiéramos quedado en poder de la policía alemana, lo sufrido hasta entonces no habría tenido sentido. Luchar y escapar para luego ser entregado como un cordero.

Repasando esos hitos, veía la mano de un salvador poderoso. Me sentía otro Daniel en la jaula de los leones: las adversidades no me mordían, sólo me asustaban. Debía de haber una fuerza superior que marcara esas coyunturas: trampas que conducían a la liberación.

No sólo trabajaba en mi amada Bruselas. Jugaba al fútbol los domingos y entrenaba varias veces por semana. Además en esta ciudad maravillosa podía estudiar, podía comenzar otra vez.

Recorrí el país para conocerlo. No sólo admiré la fisonomía de ciudades medievales —que hablaban de un cuidado encanto conservado a través de los siglos, de respeto por el pasado—, sino también ese convivir de modernismo con historia. Presente y pasado creaban otra historia, que yo descubría y apreciaba en el trato con la gente. Percibí algo mágico impregnándolo todo. Paseé por el tiempo diseñado en los edificios y en las calles de piedra. Allí, apenas meses atrás, habían rodado cuerpos y tanques.

George no volvió de París, por un tiempo no tuvimos noticias de él. Petar compartió la habitación conmigo mientras yo estudiaba Derecho y él Economía.

Las cosas estaban configurándose, acercándose a un orden. Casi todos los fines de semana yo jugaba al fútbol. Un día me acompañó Petar, que en Bruselas no me había visto jugar. Salí del vestuario con el equipo. Siempre esperaba la oportunidad de reemplazar a alguien, y ese día se dio la ocasión.

Casi en el comienzo del segundo tiempo, un jugador se torció el tobillo. El director técnico me ordenó trotar como precalentamiento antes de ocupar mi posición de wing derecho: por fin volvía al juego que tanto amaba.

Todos vivaron el gol que hice de cabeza, en un movimiento imprevisto, cuando me cercaban los contrarios. Gracias a mis piernas largas podía correr el medio campo en segundos. Mi debut en el Melinois fue más que satisfactorio: sus simpatizantes volvieron a aplaudirme minutos después por el segundo gol de la tarde.

Después del baño, salí con Petar a caminar y tomar algo.

—Te dejo —me dijo al rato—. Debo encontrarme con una amiga que conocí en la facultad.

Sin saber qué hacer, caminé unas cuadras. Anochecía.

Entré a un bar, más oscuro que la calle, nublado por el humo y la media luz. Era un night-club frecuentado por soldados de distintos países, jóvenes que apaciguaban la nostalgia al son del jazz y el perfume de una mujer. Un pianista suavemente tocaba Gershwin. Busqué dónde sentarme.

No sé qué gesto imperceptible hizo la muchacha, lo cierto es que no pude menos que acercarme a su mesa. ¿Fue el movimiento de los labios, o un débil parpadeo? O acaso la nariz arrogante, algo recta, entre sus ojos brumosos bajo un pequeño sombrero de tul.

—Está casi todo ocupado —dijo—. Si quiere, puede sentarse.

—Me encantaría —dije, y corrí la silla. Dejé la gorra sobre la mesa, junto a un pequeño ramo de flores amarillas.

Ella jugaba, acercaba a sus labios el brillo del hielo flotando en whisky. Luego cautelosamente apoyaba el vaso sobre el mantel, sin dejar de mirarme. De sonrisa fácil, sus largas pestañas maquilladas daban sombra a los ojos azules.

Algunas parejas bailaban. El jazz había invadido Europa antes de que los americanos llegasen, y ahora parecía ser la música de la victoria y el festejo. Se podía volver a reír, se podía volver a jugar con el amor. Se habían aflojado los torniquetes que maniataban la vida, que ahora corría vibrante.

—Mi nombre es Marcelle —dijo ella—. ¿Cómo te llamas?

—Llámame Gastón.

—Hablas bien francés, pero tienes un acento...

—Serbio.

—Ah, ustedes tienen nombres que siempre quieren decir algo.

—El mío, el verdadero, significa «El que quiere la paz». Y mira qué ironía, el que quiere la paz, peleó, mintió... El que quiere la paz escapó, y apenas la vislumbra. Mi nombre y mi vida son una contradicción.

—Todos tenemos contradicciones.

—Pero parece que nací con esta marca, como un destino.

—Bueno, Gastón, escondamos nuestras contradicciones en el ruido. Bailemos.

Abracé su cintura, sentí su fragancia como una caricia de seda. Desde hacía tiempo no sabía lo que era una mujer perfumada.

Volvimos a la mesa entre risas y medias palabras, entre silencios y miradas tibias.

Me seducía. Yo pensaba en la diferencia con Brigitte o Carolle. Cansados en la madrugada, la acompañé a su departamento. Ella vivía cerca, de manera que fuimos a pie jugando sobre las baldosas y los adoquines centenarios.

—No me dejes sola —me dijo al llegar—. Quédate esta noche.

Ninguna mujer, antes de la guerra, hubiera hecho semejante propuesta, que ahora era habitual. Tuvieron que aprender a vivir sin hombres, enfrentando cada día la subsistencia de cualquier manera. Y los más débiles resultaron los más fuertes: ellas fueron quienes sobrevivieron; los otros formaron el abono, el despojo de la ira.

Marcelle tomó mi mano. Y comenzó algo parecido al amor. Acepté. Yo también estaba solo.

Con los padres viviendo en las afueras de Bruselas, ella se las arreglaba muy bien diseñando ropa femenina. A los veintiséis años tenía su propio taller. Y soñaba con ser una gran empresaria cuando Europa se recuperase. Pasaba el día trabajando, pero las noches le resultaban tediosas. Prácticamente me fui mudando a su casa.

Convivíamos como dos amigos. Dos amigos ocasionales que hacen un viaje y comparten un paisaje diferente. Nos levantábamos temprano. Marcelle iba a su taller todo el día, yo a la facultad. Por la tarde entrenaba en el club para el partido de cada domingo. Ella venía a verme, y luego solíamos ir al cine. Su sentido del humor me contagiaba, reíamos siempre. Era una mujer segura de sí misma y decidida a valorar cada momento. Yo, en cambio, sentía que sólo me aprovechaba de la situación, que no entregaba sino apenas una parte de mí, como si estuviera de paso. Sin embargo quería quedarme en Bélgica, y todo me hacía creer que ése era mi lugar.

Una noche volvimos al sitio del encuentro. Entonces, mientras bailábamos, vi que, desde la entrada, dos soldados norteamericanos con las siglas MP en el casco blanco me miraban con insistencia. Uno de ellos me hizo señas de que me acercara.

—¿A mí? —me señalé el pecho, con asombro.

Él insistió. Pero yo no entendía inglés: antes de obedecer, le pedí a Marcelle que me tradujera lo que el policía militar me dijese.

—¿Por qué no lleva las insignias de grado?

—¿Qué insignias, oficial?

Aquel mastodonte me miró de arriba abajo.

—El escudo que tiene en el brazo —dijo— no pertenece a ningún cuerpo aliado.

—Pero...

—Va a tener que venir conmigo. —Y por si hiciera falta aclaró, con una sonrisa horrible—: Bajo arresto.

No lo podía creer. Tanto tiempo que venía usando así el escudo, y ahora iba preso.

Marcelle me acompañó al destacamento. Allí había un oficial que sí hablaba francés.

—Fui liberado de un campo de prisioneros —dije.

—¿En dónde?

—Onsnabrück.

—A ver los papeles.

Le mostré el laissez-passer. Lo miró, y luego volvió a mí:

—Pero su uniforme está incompleto.

—Es que yo no tenía ropa, así que los ingleses me dieron este uniforme hasta que consiguiera otra indumentaria. Eso es todo.

Las mentiras se sostienen como un castillo de naipes: si una es débil, las demás caen en cascada. Pero, con algo cierto, como el salvoconducto, la historia era más creíble. No podía decirle que había comprado el uniforme norteamericano en Roma. ¿Cómo me creería que la insignia de grado la había olvidado en el departamento de Marcelle?

Ella me miraba con asombro, como si un leve desencanto la abordara: sabía perfectamente el verdadero origen de ese uniforme por el que yo había pagado como en un mercado de pulgas.

Luego de un par de preguntas rutinarias, el oficial me dejó libre con el consejo de que no lo siguiera usando.

Una vez en la calle, me disculpé con Marcelle.

—Cuando uno está en desventaja y es el más débil —dije—, ¿qué recurso queda sino ser el más astuto? ¿Acaso podía haberle dicho que los uniformes los venden, robados por alguien, o que los soldados se ganan unos pesos cuando se los cambian porque los ascendieron? No sé cuál es la verdad, Marcelle, y aquí ya no interesa.

Por el momento yo no tenía otra ropa, así que confiaba en no volver a encontrar a la Policía Militar en mi camino. Sobre todo cuando viajara a ver a Tata.

Continuamos nuestro paseo nocturno.

—Mañana va a venir mi padre a conocerte —dijo Marcelle después de un silencio—. Le hablé de ti.

—Ah, muy bien, me gustará conocerlo —dije, en realidad temiendo que ella pretendiera una cierta formalización de nuestras relaciones.

Esa noche consideré prudente dormir en la pensión.

Volví a la casa al día siguiente, a la hora en que ella regresaba de su taller.

Me esperaba con un señor no muy mayor, algo encanecido y de apariencia agradable. Su aspecto aflojó algo mi incómodo presentimiento.

Después de las presentaciones, Marcelle nos trajo una jarra con té, y hablamos de mi juego en el Malinois, club que él conocía bien.

Noté que algo quería decirme, como si estuviese esperando la ocasión.

—¿Qué le parece ganar un dinero extra? —preguntó de pronto.

—Bien, muy bien: el Malinois, no da para vivir. ¿Y qué tengo que hacer?

—Usted viaja cada mes a ver a su padre, ¿no?

—Así es.

—Y adivino que no siempre su mochila está llena de regalos para él...

Asentí, con algo de tristeza.

—Tal vez más adelante usted pueda cumplirle a su papá —siguió diciendo el extraño—. Pero por ahora es mejor que haya lugar en su equipaje: se trata de llevar una mercadería muy liviana y esponjosa. No tema, no le va a doblar la espalda.

—¿De qué se trata? —pregunté, intrigado.

—De tul para sombrero de mujer.

—¿Tules?

—En efecto. Tengo un taller que empieza a funcionar, y en París hay demanda.

Acepté. Y así empecé a llevar, en mi mochila de combate, tules que entregaba a un hombre en la estación fronteriza con Francia, en Givet. Me tentó ganar dinero con algo tan inofensivo. Tules para sombreros de mujeres. Las damas volvían a ser coquetas, a guardar el encanto de su mirada bajo leves transparencias sugestivas. Gané más con esos viajes de lo que percibía entre la beca y el fútbol. Los soldados que controlaban la frontera apretaban mi mochila, la palpaban y, con alivio para mí, la dejaban en paz: no había armas. Siempre sentía un estrujón en el estómago, hasta que los veía seguir de largo en la requisa. A pesar de la tensión, me resultó fácil.

Y hubiera continuado así, de no haber recibido cierto telegrama.

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Fecha de publicaciónOctubre 2007
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