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La noche sobre Europa

El ataque

Capítulo VI

Livia Felce
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M-4 tank, Ft. Knox, Ky.  (LOC)

La vieja historia de odio amenazaba en Zemun, la primera estación, precisamente en la zona bajo el dominio de Ante Pavelich, jefe del gobierno croata y aliado de Hitler. Los ustashi, sus seguidores, hacían guardia en los andenes, junto a los alemanes.

El tren se detuvo, y a través de las ventanillas vimos sus gestos amenazantes. Si hubiéramos bajado, nos habrían fusilado como hicieron con otros serbios. Pero, ante la presencia de los nazis, sólo se limitaron a insultarnos: los carceleros se convirtieron en custodios.

«No por mucho tiempo», pensé. Se me estaba ocurriendo un plan. Rogaba porque el tren se pusiese en marcha cuanto antes.

De pronto miré hacia un rincón del vagón. Y recién entonces reparé en un cuerpo ovillado, la cara entre las rodillas. Me llamó la atención: llevaba la misma gorra que usábamos en el Liceo.

—Discúlpame —le dije acercándome, una vez que el tren volvió a moverse y dejamos Zemun—, pero yo te conozco. Veo tu gorra... pero... ¡si eres Tadia! ¡Tadia, qué alegría verte! Mi compañero de fútbol. Recuerdas los partidos en la...

—Qué sorpresa, Gastón —me interrumpió mi amigo, con una sonrisa triste—. Pero es que tengo tanta pena, que no puedo levantarme. Ni quiero recordar, discúlpame. No quise mirar a nadie cuando subí al tren. Esto es una condena. ¿Por qué? ¿Por ser patriota?

—Ya sé, todo lo que sientes lo siento también yo. Ya estuve llorando lo suficiente. Así que tal vez te pueda dar un poco de ánimo. Pero, si quieres que no te moleste, te dejo. Aunque es bueno saber que no estás solo.

—Mi familia me empujó a escapar, Gastón, y aquí estoy. Por suerte te encuentro. En verdad, es un alivio verte. Creo que ya no me sentiré tan mal. Y si me siento mal, tendré a quien contárselo.

—Es mejor no estar solo, hacernos compañía nos ayudará mucho. Incluso —bajé aún más la voz—, incluso estoy terminando de definir un plan en mi cabeza, que luego te contaré. Un plan sencillo. ¿No pensarás de verdad ir a trabajar a una fábrica alemana?

Antes que Tadia pudiese contestarme, aullaron sirenas de alarma. Y el inconfundible trueno de las bombas se hizo oír.

El tren se detuvo en medio del campo. Inmediatamente nos bajaron a empujones para caminar hasta la siguiente estación.

Y así, con la larga marcha bajo la vigilancia de los alemanes, con el cambio de tren, hacinados, comiendo sólo lo poco que cada uno había llevado en su morral, llegamos a Austria nada menos que después de cuatro impensables días.

En la estación de Viena había un puesto de la Cruz Roja ofreciendo café a quienes atestaban los andenes. Era nuestra oportunidad, y no la desaprovechamos.

A pesar de la vigilancia, mi plan funcionó: Tadia y yo nos escapamos fingiendo ir a tomar un café. Así de simple.

Salimos de la estación y nos encaramamos a un tranvía, fuera a donde fuese: para nosotros, hacia la libertad.

Más tarde trataría de localizar la casa de tía Carla.

En ese otoño de 1944, octubre ya hacía bailar las hojas caídas.

Eran las once de la noche cuando tía Carla, adormilada y sorprendida, nos abrió la puerta.

—Gastón, ¿qué haces aquí?

Quise abrazarla, refugiarme en su imponente figura de matrona.

—Escapé, tía —le dije, conteniéndome—, escapé. Pero no vine solo —señalé a Tadia—. Tuvimos suerte en la estación: había tanta gente con la Cruz Roja, que nadie se fijó en nosotros. ¿Viste, Tadia? Éste era mi plan.

—¡Qué alegría para tu madre, que saliste del peligro! Entren, no hay mucha comodidad, pero ustedes son jóvenes y se van a arreglar. Al menos esto es un refugio. Nadie los buscará aquí. Pero tienen que conseguir los bonos de racionamiento. Mañana hablaremos. Ahora deben de estar cansados. ¿Quieren algo caliente? Tengo té y galletas. Seguro que sí.

Comimos todas las galletas mientras ella nos preparaba unos sillones para dormir. Nos acomodamos, por fin, presintiendo una larga noche. Buscamos ropas livianas: ¡fuera aquella de cuatro días de tierra y transpiración! Nuestro sueño duró muchas horas, nos pesaba el viaje. Cuando despertamos, cerca del mediodía, un desayuno caliente nos entibió el alma. Ya el otoño refrescaba el aire.

Luego nos bañamos, nos vestimos con ropa abrigada. Tadia se quedó con tía Carla, y yo salí para contactar a algunos refugiados en el hotel Imperial. Entre ellos a Nina, una amiga del pasado: tía Carla lo sabía todo, hacía honor a su apodo de «la Esfinge».

Caminé las pocas cuadras que me separaban del lugar. Traspuse el ancho felpudo de la entrada custodiada por un portero. El hombre vestía de azul con ribetes dorados. Parecía un capitán de barco esperando zarpar. Como de costumbre, se quitó la gorra para saludarme y me dirigí hacia la conserjería. Pregunté por Nina Arandjia. Me señalaron una sala contigua. Deteniéndome en cada rostro de mujer, buscaba a quien conocía movediza y alegre. Y fue el rojo de su vestido lo que llamó mi atención. Siempre usaba algo rojo como signo de su vitalidad. Entonces la llamé. Al oír mi voz se levantó y vino a mi encuentro:

—¡Gastón! ¡Qué sorpresa y qué alegría verte!

—Nina, ¡alegría la mía! Justamente te buscaba. Mi tía me dijo que parabas aquí. Ya sabes, ella está al tanto de lo que sucede con los compatriotas.

—Por supuesto. Hace poco nos encontramos y, oh casualidad, le pregunté por ti. Yo sabía en qué andabas. Y eso seguramente te empujó a salir.

—No fue salir. ¡Fue escapar!

—Claro, como todos. Yo vine con mi madre como voluntaria para trabajar en una fábrica, y en Viena un amigo nos esperaba y nos sacó de un brazo hacia la calle. Así de fácil —dijo, chasqueando los dedos.

—Veo que no perdiste tu confianza a la hora de resolver problemas.

—Si no, no sería Nina —y rió con ganas.

No sabía cómo interrumpirla. Dejé que riera, y agregué:

—¿Sabes, Nina? Necesito un favor. Yo sé que tienes amigos en Viena.

—Por supuesto, tenemos amigos. No te olvides que mis padres estudiaron aquí, y eso dejó lazos que ahora nos sirven. Son buena gente.

—Bien, no tengo papeles para moverme por la ciudad. Ni papeles ni tarjetas de racionamiento. En fin...

—Por supuesto, Gastón, todo lo que necesites. Por suerte nos enseñaron alemán en el liceo. Nunca se sabe cuándo se echará mano de un conocimiento. Lo primero, tendrás que sacarte una foto. ¿Conoces el Prater? Allí puedes tomártela.

—Sí, de nombre. Le voy a preguntar al conserje cómo llegar. Gracias, Nina, no sé cómo agradecerte.

—¡No te preocupes, ya pensaré algo! —dijo, y me abrazó riendo—. Por la tarde me la traes.

Se alejó hacia su grupo. Seguramente le preguntarían quién era yo.

Enseguida fui al Prater, el enorme parque de diversiones, que aún funcionaba y me saqué la fotografía. Pensaba, al volver caminando a paso lento, sereno: «Bueno, no va saliendo tan mal la cosa.»

Y entonces vi venir hacia mí a dos hombres, dos hombres de negro. Llevaban el clásico sobretodo de cuero de la Gestapo.

No sabía si correr o simular indiferencia, me sentía acorralado. Mirándolos acercarse, fui cediendo el paso: el encuentro era ineludible. Debía afrontarlos con la mayor naturalidad. Escondí el miedo tembloroso en las tripas. Dentro de mí, todo se sacudía.

—Papeles —me ordenó el más alto, extendiendo la mano.

—Soy refugiado —dije, decidido a mentir lo menos posible.

El otro se quedó mirándome sin hablar, como si pensara: «¿Refugiado de los comunistas?»

—Vine a sacarme una fotografía —insistí—. Una foto para mi documento.

Me miraron, inmutables, y siguieron su camino.

No sé qué los llamó a benevolencia. ¿Acaso porque yo era rubio y hablaba su lengua? Expresarse sin acento en un idioma extranjero es como anhelar transformarse en otro, dejar la vieja piel y mimetizarse en la nueva sociedad adoptada. Pero pocas veces se logra: el «acento» es la propia lengua que subyace proclamando identidad. Mis palabras, aun rizadas con cierto temblor, decían la verdad; pero nunca se puede saber si quien detenta el poder la aprecia. Qué omnipotencia la de quien infunde miedo. Y cualquiera de los selectos hombres que lucían la insignia S.S. la asumían.

Al darme vuelta por el simple hecho de disfrutar viendo cómo se alejaban, noté que me temblaban las piernas, me sentía volar. Seguí como si nada hubiera sucedido, como si el peligro no me hubiera rozado. Como si no le hubiera visto el rostro a la locura disfrazada de poder, persecución y muerte. El riesgo de andar sin papeles podía repetirse, pero con otro desenlace.

Tomé un tranvía hacia el centro. Recién entonces el aire entró pleno a mis pulmones achicados de pavor, cuando de pronto las alarmas sonaron, todo el tránsito se detuvo y corrí hacia un refugio. Un terror reemplazaba a otro. Ahora los alemanes me protegían de los aliados, ¡qué ironía!

Seguí a un grupo que entraba en un edificio hasta el segundo subsuelo. Adentro los acomodadores controlaban la ubicación para evitar el pánico. Afuera del recinto repleto estallaban las bombas, y la artillería antiaérea tecleaba el aire. El miedo y el alivio se alternaban con tanta rapidez, que apenas surgía un interludio de cierta quietud —aunque fuera en un refugio—, yo me relajaba acumulando energías. Tres horas estuvimos sentados en bancos duros, sin fumar, esperando. Entre la multitud, un muchacho me miraba con insistencia. Se acercó y me preguntó en alemán:

—¿De dónde eres?

—De Belgrado —respondí.

Me estrechó la mano, contento.

—Yo también. Me llamo Iván, ¿y tú?

—Gastón. Hace dos días que llegué.

—Yo ya hace un mes que estoy aquí. No tengo familiares, así que es bueno encontrar gente del país.

Iván era rubio, de cabellos enrulados. Simpático, gesticulaba con énfasis al hablar. Salimos juntos del refugio, y como me dijo que dormía en lugares distintos cada noche, lo llevé a casa de tía Carla.

—Otro huésped —dijo, viendo con asombro cómo entrábamos.

Dejé a mi nuevo amigo en buenas manos, y partí hacia lo de Nina, a llevarle la foto.

—Todavía no sé cómo agradecerte todo esto —le dije.

Ella me miró de una manera extraña al despedirnos. Quedamos en encontrarnos al día siguiente.

Y fue en un hotel.

Esa misma tarde, Nina me entregó los bonos de racionamiento. Ya era un refugiado más. ¿En adelante deambularía en tránsito permanente, sin tiempo de arraigo?

Ella dormía. Se me ocurrió que soñaba con un futuro huidizo como las sombras inasibles de un ave.

Amanecía.

Miré el techo azul de ese cuarto de hotel, que aparentaba un cielo sin estrellas. Las estrellas. Sabía que no las vería en mucho tiempo, veladas por los focos, los incendios, las luces de bengala y la tierra herida bajo los muertos.

Porque así estaba Europa.

Porque así agonizaba Europa.

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Copyright ©Livia Felce, 2005
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Fecha de publicaciónEnero 2007
Colección RSSNarrativas globales
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