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Memoria de una estatua o estampa de un fusilamiento

José Luis Enciso
Tamaño de texto más pequeñoTamaño de texto normalTamaño de texto más grande Añadir a mi biblioteca epub mobi Permalink MapaEl Bajío, México

Jamás probaré nada tan amargo como el sabor del aire de la tarde en que Lena se marchó al Bajío.

Sentado sobre una banca de hierro en la Antigua Plaza Industrial, pensaba en la distancia y en la ausencia y en la imposibilidad de retenerla conmigo.

Con tales ideas, mi mente se encapotó como el cielo fragoso que amenazaba caerse completito, junto a mi ánimo, sobre el suelo adoquinado de la plaza. El recuerdo de Lena, de su piel, bajaba en espiral hacia mis pies, los acusaba de cobardes, los instaba a correr hasta la terminal de autobuses para alcanzarla, pero el orgullo me corroía y me fosilizaba.

Así: pétreo, bufo y mudo, permanecí durante algunos minutos sintiéndome parte de alguna estampa borrosa e incompleta.

Enfrente de mí, el plumaje negro de una paloma relucía sobre la cabeza de una estatua de fontanar.

Esa escultura era una clara expresión de la melancolía que ronda a los solitarios en los parques y las plazas; simulaba a un hombre sentado en una banca, con el rostro apoyado en su diestra, quizá a la espera de algo o de alguien; sus pies eran mojados por un borbollón de agua turbia que surgía entre ellos. Me compadecí de la figura; de algún modo sentía conmiseración también por mí, pues esa estatua y yo éramos un reflejo exacto de naturaleza distinta.

Percibí que el brote del agua en la fuente aumentaba. Creí sentir cómo ese chorro mojaba la banca en donde yo permanecía sentado; mis pies, como liados por ataduras líquidas, no se movían; mojados y quietos, parecían hundirse de forma inminente en un charco cada vez mayor de agua desbordada, pero no era así: la humedad se debía a mi llanto; me di cuenta de pronto que era yo quien hacía ruido mientras gemía y lloriqueaba; estaba empapado por mis propias lágrimas, no por el agua de la fuente-estatua.

Mi llanto caía a chorros y la gente, con esa presteza que posee hacia el morbo, no dejaba de mirarme, fascinada. Disimulé aquella inédita aflicción como pude, en tanto mi cuerpo se quedaba quieto, hecho piedra.

Los niños que por ahí jugaban comenzaron a chapotear en mi llanto incontenible. La gente se acercaba; sus miradas revelaban asombro, encanto y una alegría inusual les arañaba el rostro como sólo debe ocurrir cuando se presencia un milagro. Me había convertido sin quererlo en una auténtica atracción con forma de estatua de fontana.

Entre ese ambiente de melancólico festín, Lena, a quien yo creía rumbo al Bajío, apareció de forma sorpresiva. Llevaba una inmensa mochila sobre su espalda, contoneada por ese airoso caminar tan suyo. Cruzaba, sola y bella, el otro extremo de la plaza. De su cuello colgaba una cámara fotográfica y unas gafas rosadas cubrían el brillo de sus ojos, siempre tan capaces de sorprenderse con todo para luego condenarlo al olvido.

Una piedra no puede moverse y al ser ésa mi nueva naturaleza me fue imposible ir al encuentro de aquella mujer. Quería acercarme, abrazarla, besarla, pero yo era presa de la inmovilidad; quedé a merced de un auténtico milagro. Y así pareció suceder.

Intrigada por la aglomeración de gente, caminó hacia donde me hallaba y se detuvo ante mí por unos instantes.

Miró primero hacia su lado izquierdo y luego en dirección opuesta, como buscando a alguien; tal vez volvía arrepentida para encontrarme a mí, despojada ya de la soberbia que pretendió alejarla de mi lado.

Pero ¿cómo decirle que yo no era yo, sino la estatua que tenía enfrente? Pretendí moverme y no lo conseguí. Quise hablar y tampoco pude hacerlo. Entonces, mi llanto trató de acercarse un poco a su cara; busqué la ayuda del viento —aún amargo— pero éste, débil, apenas soplaba. Puse todo mi empeño en llorar más, intentando desbordar así la rabia de la impotencia. Nada obtuve; es bien sabido que el llanto nunca consigue lo que tampoco logran las palabras; ella estaba muy cerca y aun así no pude siquiera rozarla.

Me angustié. Sentí en mi cuello el frío e inconfundible vacío que se apodera del cuerpo entero cuando al espíritu lo acecha el preludio de lo irremediable; fui presa de esa sensación de adormecimiento y de abandono sin fin que experimentan, dicen, los condenados al paredón.

Lena siguió mirando indiferente y como si no hubiese encontrado nada interesante en el motivo de la aglomeración, intentó dar media vuelta para perderse entre el gentío que ya daba visos de multitud.

Creí que la recurrente última esperanza estaba ya bien muerta, pero de pronto, ella volvió el rostro y clavó su mirada en mí.

Durante diez segundos escudriñó mis ojos con los suyos, escudriñó también mi alma, se apoderó de ella, pero no me reconoció. Ni siquiera puedo asegurar que al verme haya asociado semejanza alguna entre mi antigua identidad y el húmedo bulto de piedra que tenía enfrente.

Confirmé que la sentencia me era desfavorable al ver que se preparaba para mi ejecución. Cogió su cámara, enfocó la lente y disparó hacia el oscuro y reluciente plumaje de una paloma negra posada sobre mi dura cabeza de estatua.

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Copyright ©José Luis Enciso, 2003
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Fecha de publicaciónSeptiembre 2003
Colección RSSFabulaciones
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