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Doña Perfecta

Capítulo XXIII

Misterio

Benito Pérez Galdós
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Después de lo que hemos referido, duró mucho la conferencia; pero omitimos lo restante por no ser indispensable para la buena inteligencia de esta relación. Retiráronse al fin, quedando para lo último, como de costumbre, el señor don Inocencio. No habían tenido tiempo aún la señora y el canónigo de cambiar dos palabras, cuando entró en el comedor una criada de edad y mucha confianza que era el brazo derecho de doña Perfecta, y como esta la viera inquieta y turbada, llenóse también de turbación, sospechando que algo malo en la casa ocurría.

—No encuentro a la señorita por ninguna parte —dijo la criada respondiendo a las preguntas de la señora.

—¡Jesús!... ¡Rosario!... ¿dónde está mi hija?

—¡Válgame la Virgen del Socorro! —gritó el Penitenciario, tomando el sombrero y disponiéndose a correr tras la señora.

—Buscadla bien... Librada... Librada... Pero ¿no estaba contigo en su cuarto?

—Sí, señora —repuso temblando la criada vieja—, pero el demonio me tentó y me quedé dormida.

—Maldito sea tu sueño... Jesús mío... ¿qué es esto? Rosario, Rosario... Librada.

Subieron, bajaron, tornaron a bajar y a subir, llevando luz y registrando todas las piezas. Por último, oyóse en la escalera la voz del Penitenciario, que decía con júbilo:

—Aquí está, aquí está. Ya pareció.

Un instante después la madre y la hija se encontraban la una frente a la otra en la galería alta.

—¿Dónde estabas? —preguntó con severo acento doña Perfecta examinando el rostro de su hija.

—En la huerta —repuso la niña más muerta que viva.

—¿En la huerta a estas horas? ¡Rosario, Rosario!...

—Tenía calor, me asomé a la ventana, se me cayó el pañuelo y bajé a buscarlo.

—¿Por qué no dijiste a Librada que te lo alcanzase?... ¡Librada!... ¿Dónde está esa muchacha? ¿Se ha dormido también?

Librada apareció al fin. Su semblante pálido indicaba la consternación y el recelo del delincuente.

—¿Qué es esto? ¿Dónde estabas? —preguntó con terrible enojo la dama.

—Pues señora... bajé a buscar la ropa que está en el cuarto de la calle... y me quedé dormida.

—Todas duermen aquí esta noche. Me parece que alguno no dormirá en mi casa mañana. Rosario, puedes retirarte.

Comprendiendo que era indispensable proceder con prontitud y energía, la señora y el canónigo emprendieron sin tardanza sus investigaciones. Preguntas, amenazas, ruegos, promesas fueron empleadas con habilidad suma para inquirir la verdad de lo acontecido. No resultó ni sombra de culpabilidad en la criada anciana; pero Librada confesó de plano entre lloros y suspiros todas sus bellaquerías que sintetizamos del modo siguiente:

Poco después de alojarse en la casa, el señor Pinzón empezó a hacer cocos a la señorita Rosario. Dio dinero a Librada, según ésta dijo, para tenerla por mensajera de recados y amorosas esquelas. La señorita no se mostró enojada sino antes bien gozosa, y pasaron algunos días de esta manera. Por último, la sirvienta declara que aquella noche Rosario y el señor Pinzón habían concertado verse y hablarse en la ventana de la habitación de este último, que da a la huerta. Confiaron su pensamiento a la Librada, quien ofreció protegerlo mediante una cantidad que se le entregara en el acto. Según lo convenido, el Pinzón debía salir de la casa a la hora de costumbre y volver ocultamente a las nueve, y entrar en su cuarto, del cual y de la casa saldría también clandestinamente más tarde, para volver sin tapujos a la hora avanzada de costumbre. De este modo no podría sospecharse de él. La Librada aguardó al Pinzón, el cual entró muy envuelto en su capote sin hablar palabra. Metióse en su cuarto a punto que la señorita bajaba a la huerta. La Librada, mientras duró la entrevista, que no presenció, estuvo apostada en la galería, para avisar a Pinzón cualquier peligro que ocurriese; y al cabo de una hora salió como antes, muy bien cubierto con su capote y sin hablar una palabra.

Concluida la confesión, don Inocencio preguntó a la desdichada:

—¿Estás segura de que el que entró y salió era el señor Pinzón?

La reo no contestó nada, y sus facciones indicaban gran perplejidad. La señora se puso verde de ira.

—¿Tú le viste la cara?

—Pero ¿quién podría ser sino él? —repuso la doncella—. Yo tengo la seguridad de que él era. Fue derecho a su cuarto... conocía muy bien el camino.

Es raro —dijo el canónigo—. Viviendo en la casa no necesitaba emplear tales tapujos... Podía haber pretextado una enfermedad y quedarse... ¿No es verdad, señora?

—Librada —exclamó esta con exaltación de ira—, te juro por Dios crucificado que irás a presidio.

Después cruzó las manos; clavóse los dedos de la una en la otra con tanta fuerza, que casi se hizo sangre.

—Señor don Inocencio —exclamó—. Muramos... no hay más remedio que morir.

Después rompió a llorar desconsoladamente.

—Valor, señora mía —dijo el clérigo con acento patético—. Mucho valor... Ahora es preciso tenerlo grande. Esto requiere serenidad y gran corazón.

—El mío es inmenso —dijo entre sollozos la de Polentinos.

—El mío es pequeñito... —dijo el canónigo—, pero allá veremos.

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Fecha de publicaciónMarzo 2002
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