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Doña Perfecta

Capítulo XI

La discordia crece

Benito Pérez Galdós
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En los días sucesivos, Rey hizo conocimiento con varias personas de la población y visitó el Casino, trabando amistades con algunos individuos de los que pasaban la vida en las salas de aquella corporación.

Pero la juventud de Orbajosa no vivía constantemente allí, como podrá suponer la malevolencia. Veíanse por las tardes en la esquina de la catedral y en la plazoleta formada por el cruce de las calles del Condestable y la Tripería, algunos caballeros que gallardamente envueltos en sus capas, estaban como de centinela viendo pasar la gente. Si el tiempo era bueno, aquellas eminentes lumbreras de la cultura urbsaugustense se dirigían, siempre con la indispensable capita, al titulado paseo de las Descalzas, el cual se componía de dos hileras de tísicos olmos y algunas retamas descoloridas. Allí la brillante pléyade atisbaba a las niñas de don Fulano o de don Perencejo, que también habían ido a paseo, y la tarde se pasaba regularmente. Entrada la noche, el Casino se llenaba de nuevo, y mientras una parte de los socios entregaba su alto entendimiento a las delicias del monte, los otros leían periódicos, y los más discutían en la sala del café sobre asuntos de diversa índole, como política, caballos, toros o bien sobre chismes locales. El resumen de todos los debates era siempre la supremacía de Orbajosa y de sus habitantes sobre los demás pueblos y gentes de la tierra.

Eran aquellos varones insignes lo más granado de la ilustre ciudad, propietarios ricos los unos, pobrísimos los otros; pero libres de altas aspiraciones todos. Tenían la imperturbable serenidad del mendigo, que nada apetece mientras no le falta un mendrugo para engañar al hambre y el sol para calentarse. Lo que principalmente distinguía a los orbajosenses del Casino era un sentimiento de viva hostilidad hacia todo lo que de fuera viniese. Y siempre que algún forastero de viso se presentaba en las augustas salas, creíanle venido a poner en duda la superioridad de la patria del ajo, o a disputarle por envidia las preeminencias incontrovertibles que Natura le concediera.

Cuando Pepe Rey se presentó, recibiéronle con cierto recelo, y como en el Casino abundaba la gente graciosa, al cuarto de hora de estar allí el nuevo socio, ya se habían dicho acerca de él toda suerte de cuchufletas. Cuando a las reiteradas preguntas de los socios contestó que había venido a Orbajosa con encargo de explorar la cuenca hullera del Nahara y estudiar un camino, todos convinieron en que el señor don José era un fatuo que quería darse tono inventando criaderos de carbón y vías férreas. Alguno añadió:

—Pero en buena parte se ha metido. Estos señores sabios creen que aquí somos tontos y que se nos engaña con palabrotas... Ha venido a casarse con la niña de doña Perfecta, y cuanto diga de cuencas hulleras es para echar facha.

—Pues esta mañana —indicó otro, que era un comerciante quebrado— me dijeron en casa de las de Domínguez que ese señor no tiene una peseta, y viene a que doña Perfecta le mantenga y a ver si puede pescar a Rosarito.

—Parece que ni es tal ingeniero, ni cosa que lo valga —añadió un propietario de olivos, que tenía empeñadas sus fincas por el doble de lo que valían—. Pero ya se ve... Estos hambrientos de Madrid se creen autorizados para engañar a los pobres provincianos, y como creen que aquí andamos con taparrabo, amigo...

—Bien se le conoce que tiene hambre.

—Pues entre bromas y veras nos dijo anoche que somos unos bárbaros holgazanes.

—Que vivimos como los beduinos, tomando el sol.

—Que vivíamos con la imaginación.

—Eso es: que vivimos con la imaginación.

—Y que esta ciudad era lo mismito que las de Marruecos.

—Hombre: no hay paciencia para oír eso. ¿Dónde habrá visto él (como no sea en París) una calle semejante a la del Condestable, que presenta un frente de siete casas alineadas, todas magníficas, desde la de doña Perfecta a la de Nicolasito Hernández?... Se figuran estos canallas que uno no ha visto nada, ni ha estado en París...

—También dijo con mucha delicadeza que Orbajosa era un pueblo de mendigos, y dio a entender que aquí vivimos en la mayor miseria sin darnos cuenta de ello.

—¡Válgame Dios!, si me lo llega a decir a mí, hay un escándalo en el Casino —exclamó el recaudador de contribuciones—. ¿Por qué no le dijeron la cantidad de arrobas de aceite que produjo Orbajosa el año pasado? ¿No sabe ese estúpido que en años buenos Orbajosa da pan para toda España y aun para toda Europa? Verdad es que ya llevamos no sé cuántos años de mala cosecha; pero eso no es ley. ¿Pues y la cosecha del ajo? ¿A que no sabe ese señor que los ajos de Orbajosa dejaron bizcos a los señores del jurado en la exposición de Londres?

Estos y otros diálogos se oían en las salas del Casino por aquellos días. A pesar de estas hablillas tan comunes en los pueblos pequeños, que por lo mismo que son enanos suelen ser soberbios, Rey no dejó de encontrar amigos sinceros en la docta corporación, pues ni todos eran maldicientes ni faltaban allí personas de buen sentido. Pero tenía nuestro joven la desgracia, si desgracia puede llamarse, de manifestar sus impresiones con inusitada franqueza, y esto le atrajo algunas antipatías.

Iban pasando días. Además del natural disgusto que las costumbres de la ciudad episcopal le producían, diversas causas todas desagradables empezaban a desarrollar en su ánimo honda tristeza, siendo de notar principalmente, entre aquellas causas, la turba de pleiteantes que cual enjambre voraz se arrojó sobre él. No era sólo el tío Licurgo, sino otros muchos colindantes los que le reclamaban daños y perjuicios, o bien le pedían cuentas de tierras administradas por su abuelo. También le presentaron una demanda por no sé qué contrato de aparcería que celebró su madre y no fue al parecer cumplido, y asimismo le exigieron el reconocimiento de una hipoteca sobre las tierras de Alamillos, hecha en extraño documento por su tío. Era una inmunda gusanera de pleitos. Había hecho propósito de renunciar a la propiedad de sus fincas; pero entre tanto su dignidad le obligaba a no ceder ante las marrullerías de los sagaces palurdos; y como el Ayuntamiento le reclamó también por supuesta confusión de su finca con un inmediato monte de Propios, viose el desgraciado joven en el caso de tener que disipar las dudas que acerca de su derecho surgían a cada paso. Su honra estaba comprometida, y no había otro remedio que pleitear o morir.

Habíale prometido doña Perfecta en su magnanimidad ayudarle a salir de tan torpes líos por medio de un arreglo amistoso; pero pasaban días y los buenos oficios de la ejemplar señora no daban resultado alguno. Crecían los pleitos con la amenazadora presteza de una enfermedad fulminante. Pepe Rey pasaba largas horas del día en el juzgado dando declaraciones, contestando a preguntas y a repreguntas, y cuando se retiraba a su casa, fatigado y colérico, veía aparecer la afilada y grotesca carátula del escribano, que le traía regular porción de papel sellado lleno de horribles fórmulas... para que fuese estudiando la cuestión.

Se comprende que aquel no era hombre a propósito para sufrir tales reveses, pudiendo evitarlos con la ausencia. Representábase en su imaginación a la noble ciudad de su madre como una horrible bestia que en él clavaba sus feroces uñas y le bebía la sangre. Para librarse de ella bastábale, según su creencia, la fuga; pero un interés profundo, como interés del corazón, le detenía, atándole a la peña de su martirio con lazos muy fuertes. Sin embargo, llegó a sentirse tan fuera de su centro, llegó a verse tan extranjero, digámoslo así, en aquella tenebrosa ciudad de pleitos, de antiguallas, de envidia y de maledicencia, que hizo propósito de abandonarla sin dilación, insistiendo al mismo tiempo en el proyecto que a ella le condujera. Una mañana, encontrando ocasión a propósito, formuló su plan ante doña Perfecta.

—Sobrino mío —repuso esta con su acostumbrada dulzura—: no seas arrebatado. Vaya, que pareces de fuego. Lo mismo era tu padre ¡qué hombre! Eres una centella... Ya te he dicho que con muchísimo gusto te llamaré hijo mío. Aunque no tuvieras las buenas cualidades y el talento que te distinguen (salvo los defectillos, que también los hay); aunque no fueras un excelente joven, basta que esta unión haya sido propuesta por tu padre, a quien tanto debe mi hija y yo, para que la acepte. Rosario no se opondrá tampoco, queriéndolo yo. ¿Qué falta, pues? Nada; no falta nada más que un poco tiempo. No se puede hacer el casamiento con la precipitación que tú deseas, y que daría lugar a interpretaciones, quizás desfavorables a la honra de mi querida hija... Vaya, que tú como no piensas más que en máquinas, todo lo quieres hacer al vapor. Espera, hombre, espera... ¿qué prisa tienes? Ese aborrecimiento que le has cogido a nuestra pobre Orbajosa es un capricho. Ya se ve: no puedes vivir sino entre condes y marqueses y oradores y diplomáticos... ¡Quieres casarte y separarme de mi hija para siempre! —añadió enjugándose una lágrima—. Ya que así es, inconsiderado joven, ten al menos la caridad de retardar algún tiempo esa boda que tanto deseas... ¡Qué impaciencia! ¡Qué amor tan fuerte! No creí que una pobre lugareña como mi hija inspirase pasiones tan volcánicas.

No convencieron a Pepe Rey los razonamientos de su tía; pero no quiso contrariarla. Resolvió, pues, esperar cuanto le fuese posible. Una nueva causa de disgustos unióse bien pronto a los que ya amargaban su existencia. Hacía dos semanas que estaba en Orbajosa, y durante este tiempo no había recibido ninguna carta de su padre. No podía achacar esto a descuidos de la administración de correos de Orbajosa, porque siendo el funcionario encargado de aquel servicio amigo y protegido de doña Perfecta, esta le recomendaba diariamente el mayor cuidado para que las cartas dirigidas a su sobrino no se extraviasen. También iba a la casa el conductor de la correspondencia, llamado Cristóbal Ramos, por apodo Caballuco, personaje a quien ya conocimos, y a éste solía dirigir doña Perfecta amonestaciones y reprimendas tan enérgicas como la siguiente:

—¡Bonito servicio de correos tenéis!... ¿Cómo es que mi sobrino no ha recibido una sola carta desde que está en Orbajosa?... Cuando la conducción de la correspondencia corre a cargo de semejante tarambana, ¡cómo han de andar las cosas! Yo le hablaré al señor Gobernador de la provincia para que mire bien qué clase de gente pone en la administración.

Caballuco alzando los hombros, miraba a Rey con expresión de la más completa indiferencia. Un día entró con un pliego en la mano.

—¡Gracias a Dios! —dijo doña Perfecta a su sobrino—. Ahí tienes cartas de tu padre. Regocíjate, hombre. Buen susto nos hemos llevado por la pereza de mi señor hermano en escribir... ¿Qué dice?, está bueno sin duda —añadió al ver que Pepe Rey abría el pliego con febril impaciencia.

El ingeniero se puso pálido al recorrer las primeras líneas.

—¡Jesús, Pepe... qué tienes! —exclamó la señora, levantándose con zozobra—. ¿Está malo tu papá?

—Esta carta no es de mi padre —repuso Pepe, revelando en su semblante la mayor consternación.

—¿Pues qué es eso?...

—Una orden del ministerio de Fomento, en que se me releva del cargo que me confiaron...

—¡Cómo... es posible!

—Una destitución pura y simple, redactada en términos muy poco lisonjeros para mí.

—¿Hase visto mayor picardía? —exclamó la señora, volviendo de su estupor.

—¡Qué humillación! —murmuró el joven—. Es la primera vez en mi vida que recibo un desaire semejante.

—¡Pero ese Gobierno no tiene perdón de Dios! ¡Desairarte a ti! ¿Quieres que yo escriba a Madrid? Tengo allá buenas relaciones y podré conseguir que el Gobierno repare esa falta brutal y te dé una satisfacción.

—Gracias, señora, no quiero recomendaciones —replicó el joven con displicencia.

—¡Es que se ven unas injusticias; unos atropellos!... ¡Destituir así a un joven de tanto mérito, a una eminencia científica...! Vamos; si no puedo contener la cólera.

—Yo averiguaré —dijo Pepe, con la mayor energía— quién se ocupa de hacerme daño...

—Ese señor ministro... Pero de estos politiquejos infames ¿qué se puede esperarse?

—En Orbajosa hay alguien que se ha propuesto hacerme morir de desesperación —afirmó el joven visiblemente alterado—. Esto no es obra del ministro, esta y otras contrariedades que experimento son resultado de un plan de venganza, de un cálculo desconocido, de una enemistad irreconciliable; y este plan, este cálculo, esta enemistad, no lo dude usted, querida tía, están aquí, están en Orbajosa.

—Tú te has vuelto loco —replicó doña Perfecta, demostrando un sentimiento semejante a la compasión—. ¿Que tienes enemigos en Orbajosa? ¿Que alguien quiere vengarse de ti? Vamos, Pepe, tú has perdido el juicio. Las lecturas de esos libros en que se dice que tenemos por abuelos a los monos o a las cotorras, te han trastornado la cabeza.

Sonrió con dulzura al decir la última frase, y después, tomando un tono de familiar y cariñosa amonestación, añadió:

—Hijo mío, los habitantes de Orbajosa seremos palurdos y toscos labriegos sin instrucción, sin finura ni buen tono; pero a lealtad y buena fe no nos gana nadie, nadie, pero nadie.

—No crea usted —dijo Pepe— que acuso a las personas de esta casa. Pero sostengo que en la ciudad está mi implacable y fiero enemigo.

—Deseo que me enseñes ese traidor de melodrama —repuso la señora, sonriendo de nuevo—. Supongo que no acusarás a Licurgo ni a los demás que te han puesto pleito, porque los pobrecitos creen defender su derecho. Y entre paréntesis, no les falta razón en el caso presente. Además el tío Lucas te quiere mucho. Así mismo me lo ha dicho. Desde que te conoció, dice que le entraste por el ojo derecho, y el pobre viejo te ha puesto un cariño...

—¡Sí... profundo cariño! —murmuró el joven.

—No seas tonto —añadió la señora, poniéndole la mano en el hombro y mirándole de cerca—. No pienses disparates y convéncete de que tu enemigo, si existe, está en Madrid, en aquel centro de corrupción, de envidia y rivalidades, no en este pacífico y sosegado rincón, donde todo es buena voluntad y concordia... Sin duda algún envidioso de tu mérito... Te advierto una cosa, y es, que si quieres ir allá para averiguar la causa de este desaire y pedir explicaciones al Gobierno, no dejes de hacerlo por nosotras.

Pepe Rey fijó los ojos en el semblante de su tía, cual si quisiera escudriñarla hasta en lo más escondido de su alma.

—Digo que si quieres ir, no dejes de hacerlo —repitió la señora con calma admirable, confundiéndose en la expresión de su semblante la naturalidad con la honradez más pura.

—No, señora —repitió Pepe—. No pienso ir allá.

—Mejor; ésa es también mi opinión. Aquí estás más tranquilo, a pesar de las cavilaciones con que te estás atormentando. ¡Pobre Pepillo! Tu entendimiento, tu descomunal entendimiento, es la causa de tu desgracia. Nosotros, los de Orbajosa, pobres aldeanos rústicos, vivimos felices en nuestra ignorancia. Yo siento mucho que no estés contento. ¿Pero es culpa mía que te aburras y desesperes sin motivo? ¿No te trato como a un hijo? ¿No te he recibido como la esperanza de mi casa? ¿Puedo hacer más por ti? Si a pesar de eso, no nos quieres, si nos muestras tanto despego, si te burlas de nuestra religiosidad, si haces desprecios a nuestros amigos, ¿es acaso porque no te tratemos bien?

Los ojos de doña Perfecta se humedecieron.

—Querida tía —dijo Rey, sintiendo que se disipaba su encono—. También yo he cometido algunas faltas desde que soy huésped de esta casa.

—No seas tonto... ¡Qué faltas ni faltas! Entre personas de la misma familia todo se perdona.

—Pero Rosario ¿dónde está? —preguntó el joven levantándose—. ¿Tampoco la veré hoy?

—Está mejor. ¿Sabes que no ha querido bajar?

—Subiré yo.

—Hombre, no. Esa niña tiene unas terquedades... Hoy se ha empeñado en no salir de su cuarto. Se ha encerrado por dentro.

—¡Qué rareza!

—Se le pasará. Seguramente se le pasará. Veremos si esta noche le quitamos de la cabeza sus ideas melancólicas. Organizaremos una tertulia que la divierta. ¿Por qué no te vas a casa del señor don Inocencio y le dices que venga por acá esta noche y que traiga a Jacintillo?

—¡A Jacintillo!

—Sí, cuando a Rosario le dan estos accesos de melancolía, ese jovencito es el único que la distrae.

—Pero yo subiré...

—Hombre, no.

—Cuidado que hay etiquetas en esta casa.

—Tú te estás burlando de nosotros. Haz lo que te digo.

—Pues quiero verla.

—Pues no. ¡Qué mal conoces a la niña!

—Yo creí conocerla bien... Bueno, me quedaré... Pero esta soledad es horrible.

—Ahí tienes al señor escribano.

—Maldito sea él mil veces.

—Y me parece que ha entrado también el señor procurador... es un excelente sujeto.

—Así le ahorcaran.

—Hombre, los asuntos de intereses, cuando son propios, sirven de distracción. Alguien llega... Me parece que es el perito agrónomo. Ya tienes para un rato.

—¡Para un rato de infierno!

—Hola, hola, si no me engaño el tío Licurgo y el tío Paso-Largo acaban de entrar. Puede que vengan a proponerte un arreglo.

—Me arrojaré al estanque.

—¡Qué descastado eres! ¡Pues todos ellos te quieren tanto!... Vamos, para que nada falte, ahí está también el alguacil. Viene a citarte.

—A crucificarme.

Todos los personajes nombrados fueron entrando en la sala.

—Adiós, Pepe, que te diviertas —dijo doña Perfecta.

—¡Trágame, tierra! —exclamó el joven con desesperación.

—Señor don José...

—Mi querido señor don José...

—Estimable señor don José...

—Señor don José de mi alma...

—Mi respetable amigo señor don José...

Al oír estas almibaradas insinuaciones, Pepe Rey exhaló un hondo suspiro y se entregó. Entregó su cuerpo y su alma a los sayones, que esgrimieron horribles hojas de papel sellado, mientras la víctima, elevando los ojos al cielo, decía para sí con cristiana mansedumbre:

—Padre mío, ¿por qué me has abandonado?

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Fecha de publicaciónFebrero 2002
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